Yakarta (ANTARA) – Gestionar a las personas no basta con objetivos e indicadores. Detrás de los números y los informes de rendimiento, hay humanos con ritmos, límites y resistencia. Veamos nuevamente la importancia del elemento «gusto» en la gestión de recursos humanos.
El final del año a menudo se entiende como la fase de cierre. En muchas organizaciones/empresas/instituciones/agencias, el final de año marca la finalización de un ciclo de trabajo así como una pausa antes de entrar en un nuevo ritmo.
En este punto, lo ideal es que la evaluación sirva como un espejo, no como un martillo. Ayuda a las organizaciones a reexaminar los procesos, los logros y los desafíos, al tiempo que da un respiro a las personas que los impulsan.
Sin embargo, en la práctica de gestión moderna, el significado de fin de año no siempre es tan simple. En algunas oficinas, esta fase experimenta de hecho un cambio de función.
En lugar de ser un espacio de reflexión, se convierte en un momento de agudización de la disciplina escénica. Las medidas del éxito se condensan en números, plazos y logros, mientras que las dimensiones humanas del trabajo poco a poco van quedando fuera de la lectura.
Este cambio es a menudo sutil, casi imperceptible. El lenguaje utilizado sigue siendo normativo, las políticas están cuidadosamente formuladas y los objetivos se transmiten en nombre del profesionalismo.
Sin embargo, para los seres humanos que trabajan, estos cambios aparecen como una intensificación del ritmo. Las cargas aumentan, las roturas se estrechan y el cansancio se acepta como una consecuencia natural, como si ni siquiera fuera necesario hablar de ello.
De aquí surge la importancia del gusto en la gestión humana. El gusto no es sentimiento personal ni suavidad de gestión, sino sensibilidad para leer el contexto laboral en su conjunto.
Ayuda a las organizaciones a diferenciar entre el impulso de mejorar el desempeño y la tendencia a normalizar el estrés. Sin sentimiento, las políticas quedan fácilmente atrapadas en una lógica unidireccional: las cifras aumentan, los problemas se resuelven.
Sin embargo, el trabajo no sólo produce resultados producciónpero también deja huellas en los humanos que lo viven. Un ritmo demasiado intenso, unas exigencias que siguen aumentando y la falta de espacio de recuperación formarán una acumulación de cansancio.
A corto plazo, puede resultar invisible. A largo plazo, influye en la resiliencia, la calidad de las decisiones y la sostenibilidad de la propia organización.
Jeffrey Pfeffer, experto en gestión organizacional, enfatiza que la sostenibilidad del desempeño organizacional depende en gran medida de la sostenibilidad de las personas que trabajan en ella.
Por tanto, interpretar el final de año únicamente como cierre administrativo es una simplificación. También debería ser un momento para reconsiderar la forma en que las empresas tratan a su gente.
No para relajar los estándares, sino más bien para garantizar que se basen en una comprensión justa de las capacidades, limitaciones y dignidad humana del trabajo.
El fin de año, con todos sus símbolos de cierre, ofrece la oportunidad de volver a enfatizar los sentimientos como parte de la gestión.
Un recordatorio de que el desempeño saludable nace no sólo de números ordenados, sino de políticas que entienden a los humanos como sujetos, no solo como variables.
Redefiniendo la productividad
En el discurso de gestión contemporáneo, la productividad suele posicionarse como la principal medida del éxito organizacional. Se mide, se monitorea y luego se utiliza como base para la toma de decisiones.
Hasta cierto punto, este enfoque es necesario. Sin embargo, los problemas surgen cuando la productividad se reduce a la mera acumulación de logros, sin considerar el contexto laboral que la rodea.
En muchas instituciones, la redefinición de la productividad se está produciendo junto con cambios en la estructura del trabajo. La carga de trabajo aumenta, los roles se vuelven más fluidos y las responsabilidades se expanden. Todo esto suele enmarcarse como una forma de adaptación y eficiencia.
El lenguaje utilizado suena racional y orientado al futuro. Sin embargo, detrás de esto hay una suposición que rara vez se pone a prueba: que los humanos siempre somos capaces de adaptarnos sin límites.
Este supuesto es lo que hace que el trabajo humano sea tratado como una variable elástica. A medida que los recursos disminuyen, las expectativas se endurecen. A medida que aumenta el ritmo, el espacio de recuperación se elimina de la ecuación.
Entonces, la productividad se mide por hasta qué punto los humanos son capaces de esforzarse, no por qué tan bien está diseñado el sistema de trabajo.
En situaciones como ésta, el sistema de evaluación del desempeño tiene el potencial de perder su función reflexiva. Ya no lee el proceso, simplemente registra los resultados.
La discrepancia entre carga y capacidad se cubre con números atractivos. La fatiga se convierte en un asunto individual, no en una consecuencia estructural. Si no se alcanzan los objetivos, el problema se traslada fácilmente a una cuestión de disciplina o compromiso personal.
Este tipo de enfoque deja una paradoja. Las instituciones hablan de profesionalismo y competitividad, pero ignoran el prerrequisito básico: la sostenibilidad de las personas que trabajan en ellas.
De hecho, la productividad puede estimularse a corto plazo mediante presión. Pero sin corregir su perspectiva, la presión normalizada en realidad erosiona la calidad del trabajo, la agudeza en la toma de decisiones y la lealtad a largo plazo.
Denise Rousseau introdujo el concepto de contrato psicológico, que se refiere a las expectativas no escritas entre una organización y los empleados con respecto a la justicia y la recompensa. Cuando estas expectativas se ven alteradas, el impacto no siempre es visible de inmediato, sino que a menudo se refleja en una disminución de la motivación y el compromiso laboral.
La gestión de la productividad no debería detenerse en la pregunta “cuánto se produce”, sino también en “de qué manera” y “cómo es el impacto”.
En este punto, el gusto vuelve a cobrar importancia. Ayuda a la gerencia a comprender que una mejora saludable del desempeño no es el resultado de un ajuste interminable, sino más bien de un equilibrio entre las demandas de la organización y la capacidad de las personas que la dirigen.
Siéntete como una brújula
La gestión humana nunca es sólo una cuestión de sistemas, indicadores o procedimientos. Siempre está entrelazado con la perspectiva. Las organizaciones que ven a los humanos como socios diseñarán políticas con cautela.
Por el contrario, las empresas que ven a los humanos simplemente como un recurso tenderán a maximizar los resultados, sin preguntar lo suficiente sobre los costos humanos.
Rasa, en este contexto, no es un intento de suavizar los estándares o reducir las exigencias. En realidad, funciona como una brújula ética.
Con sentimiento, la gerencia es capaz de leer cuándo el estímulo al desempeño todavía está dentro de límites saludables y cuándo comienza a convertirse en una presión que erosiona la resistencia.
El gusto ayuda a diferenciar entre el trabajo duro y significativo y el trabajo cansado y normalizado.
Sin este tipo de sensibilidad, la política puede caer fácilmente en la ilusión de orden. Las cifras se presentan claramente, los informes están completos y los objetivos parecen manejables.
Pero detrás de eso hay fatiga acumulada, falta de motivación y distancia emocional entre la organización y su gente.
Es posible que todo esto no se refleje inmediatamente en los informes de desempeño, pero poco a poco va formando grietas de las que es difícil recuperarse.
Las organizaciones orientadas al largo plazo deben comprender que la sostenibilidad no nace de una presión implacable. Surge de la confianza, el sentido de justicia y el reconocimiento de las limitaciones humanas.
Gestionar a las personas con sentimiento significa tener el coraje de admitir que no todas las cosas importantes se pueden medir y que no todos los logros son dignos de agotarse.
Es en este punto cuando se pone a prueba la gestión. No en su capacidad para fijar objetivos, sino en su coraje para sopesar el impacto.
No en la firmeza de hacer cumplir los números, sino en la sabiduría de la lectura humana. Porque una organización que ha perdido su sentido de propósito puede continuar moviéndose, incluso parecer productiva, pero en realidad está erosionando sus propios cimientos.
Un desempeño que se sigue forzando sin sentimiento no es un signo de resiliencia de la empresa, sino más bien un retraso en el colapso de la confianza.
Cuando eso sucede, lo que queda ya no es la cuestión de si se ha logrado o no el objetivo, sino una pregunta mucho más fundamental: ¿quién quiere todavía sobrevivir y para qué?

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