¿Por qué tantos presidentes africanos son «todopoderosos»?


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Se sabe que muchos líderes de países africanos tienen un poder casi inquebrantable. ¿Porqué es eso?


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Desde Camerún hasta Ruanda, desde Uganda hasta Djibouti, el continente africano presenta un fenómeno político interesante: muchos de sus líderes han tenido reinados largos y casi inexpugnables. Paul Biya ha dirigido Camerún desde 1982, lo que lo convierte en uno de los presidentes con más años de servicio en el mundo.

En Ruanda, Paul Kagame ha seguido siendo una figura central desde 2000 y a menudo es elogiado por la estabilidad y el desarrollo que ha logrado. Mientras tanto, ha surgido una nueva generación, como Ibrahim Traoré en Burkina Faso, que muestra un estilo de liderazgo revolucionario y valiente.

Este fenómeno plantea una pregunta fundamental: ¿por qué, en un continente tan diverso, muchos países producen líderes políticamente muy fuertes? ¿Es esta una forma de adaptación a condiciones sociales e históricas complejas?

Para responder a esto, necesitamos revisar las raíces históricas y culturales que dan forma al sistema de poder en África. Porque, como muchas otras civilizaciones en el mundo, el carácter del liderazgo en este continente no nació de un espacio vacío, sino más bien de una larga interacción entre el colonialismo, las estructuras sociales tradicionales y la necesidad de estabilidad política.

¿Raíces históricas, culturales y estructurales?

Mahmood Mamdani, en su obra Ciudadano y Sujeto (1996), explica que el legado del colonialismo dejó una estructura que llamó «despotismo descentralizado», una forma de gobierno en la que los gobernantes locales tenían amplia autoridad bajo el control del poder central colonial. Este sistema crea una dualidad: el poder parece descentralizado, pero estructuralmente permanece centralizado en una pequeña élite. Después de la independencia, muchos países africanos mantuvieron este patrón porque se consideraba eficaz para mantener el control en una región que era multiétnica y propensa a conflictos internos.

Este legado luego se combina con estructuras sociales tradicionales que colocan a las figuras más altas de la comunidad como fuentes de legitimidad moral y política. En este contexto, el poder personal a menudo no se considera una amenaza, sino un símbolo de armonía y protección de la comunidad. Un líder fuerte es considerado un partidario del orden, no sólo un gobernante que restringe.

Jean-François Bayart en su concepto de «política del vientre» describe la dinámica del clientelismo en África como un sistema mutuamente beneficioso entre las élites y la sociedad. El poder se mantiene no sólo mediante la represión, sino mediante la distribución de recursos y posiciones que unen lealtades políticas. En sociedades con estructuras económicas desiguales, el clientelismo se convierte en un mecanismo social que garantiza la estabilidad, aunque, por otro lado, también frena la institucionalización de la democracia.

Jeffrey Herbst en States and Power in Africa (2000) añade una dimensión geopolítica a esta explicación. Consideró que el proceso de formación del Estado en África fue diferente al de Europa porque no pasó por un conflicto interno prolongado que fortaleciera las instituciones estatales. En Europa, siglos de guerra entre imperios dieron lugar a fuertes burocracias, sistemas fiscales y mecanismos de control centralizados. En contraste, muchos estados africanos se formaron a lo largo de fronteras construidas colonialmente sin procesos similares de selección institucional. Como resultado, el poder político en muchos países africanos tiende a seguir dependiendo de una única figura central, no de la fortaleza institucional.

Sin embargo, es importante señalar que el fenómeno de los líderes fuertes no es sinónimo de estancamiento. En ciertos contextos, un liderazgo fuerte funciona como un mecanismo de transición hacia la estabilidad y el desarrollo. Ruanda, por ejemplo, bajo el gobierno de Kagame, logró mantener la seguridad nacional y recuperar la economía después del genocidio de 1994. Algo similar ocurrió en Etiopía bajo el gobierno de Meles Zenawi, quien lideró reformas económicas y fortaleció la posición del país en el Cuerno de África. Un poder fuerte, en determinadas situaciones, se convierte en un requisito previo para establecer el orden antes de que la democracia pueda crecer sanamente.

Sin embargo, el riesgo inherente de este patrón es la dependencia excesiva de un solo individuo. Cuando el poder se concentra, la regeneración política se debilita y las instituciones estatales pierden su autonomía. A largo plazo, esto crea un dilema: entre la estabilidad mantenida por figuras fuertes y la necesidad de una reforma que exige limitaciones al poder. El continente africano se encuentra ahora en esa intersección.

¿Se transformará?

Un liderazgo fuerte en África no debe verse simplemente como un síntoma de un liderazgo estigmatizado, sino como el producto de un contexto histórico, social y de seguridad complejo. En muchos casos, los sistemas políticos centralizados surgieron como respuesta a presiones internas, como amenazas de desintegración, conflictos étnicos e instituciones estatales débiles.

Pero el mundo ahora avanza en una nueva dirección. El flujo de la globalización, las demandas de transparencia y la expansión de los medios digitales hacen que un liderazgo demasiado cerrado sea cada vez más difícil de mantener. La generación más joven de África, más alfabetizada en información y más conectada con el mundo, exige espacios más amplios de participación. Aquí radica el mayor desafío para los “líderes todopoderosos”: cómo equilibrar la necesidad de estabilidad con la inevitable necesidad de cambio.

La historia muestra que casi todas las civilizaciones importantes han pasado por una fase de poder centralizado. El Imperio Romano, la China dinástica y el Japón feudal experimentaron períodos en los que se priorizó la estabilidad sobre la participación. Pero al final, las civilizaciones que duran mucho tiempo son aquellas que logran transformar el poder personal en poder institucional.

El continente africano se enfrenta ahora a un momento similar. Sus fuertes líderes desempeñan un papel importante no sólo como símbolos de estabilidad, sino también como arquitectos de la transición hacia una gobernanza más abierta. Hasta qué punto sean capaces de adaptarse determinará no sólo el futuro de sus respectivos países, sino también la dirección de la democracia en un continente que a menudo ha sido incomprendido por el mundo exterior.

En última instancia, el poder fuerte no es un problema siempre que sirva a los intereses del pueblo. Sin embargo, un poder fuerte y sin límites siempre correrá el riesgo de empequeñecer el potencial de la nación. África, como otras grandes civilizaciones anteriores, está escribiendo ahora su propio capítulo de la historia, entre la estabilidad que quiere mantener y la transformación que no puede evitar. (D74)



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